El Hombre
La cotidianidad con frecuencia nos acorrala, el humano afán por llevar el diario sustento es una forma de vida que nos arrastra a todos, se hacen escasos los momentos de solaz para el espíritu, o por otra parte nos hallamos alejados de todo aquello que nos define y circunscribe, los demás.
El humano está constituido por un sutil equilibrio. Su propia naturaleza, su concepción misma del universo y sus fuerzas, todo ronda despacio siempre el filo de dos posiciones que deben mantenerse, a menudo nos encontramos desolados en medio de la nada y en es en esos instantes en que nos arremete la soledad de sabernos vanos fútiles y efímeros, el devenir nos encauza hacia el conocimiento de lo que hoy ignoramos, andamos pues los senderos del tiempo como quien tantea un camino.
No basta con la mano dispuesta para el prójimo necesitado en todas sus formas, porque si nos dedicáramos por entero a aliviar de alguna manera el pesado recorrer de los demás, por muy noble que sean nuestras intenciones nos vamos secando de esa espiritualidad que nos hace falta para acometer los días y sus pesares. Pero en el otro extremo no podemos tampoco retirarnos del mundo en una plena y absoluta búsqueda de razones que se nos escabullen en cuanto comenzamos a tejerlas, a vislumbrarlas en nuestros pensamientos. Ambas formas nos hacen falta y en sutil equilibrio.
Las formas y seres en los que confiamos nuestro tránsito dicen mucho de nuestras motivaciones y a menudo conllevan en sí elementos que definen con claridad lo que subyace en nuestras almas. Decía el salmista que no hay dicha para el hombre fuera de Dios, esa pequeña frase resume la forma como puede ser evaluado el mundo cotidiano del hombre. Ese mismo ser que erige estatuas de sus semejantes que les rinde culto a personas como sí mismo destinadas a perecer, con sus iguales miedos y angustias. El hombre que se enfrenta a las aventuras más riesgosas sin requerir un por qué, una mano que lleve sus destinos ni una motivación.
Lleva consigo una reminiscencia de otra época, de otra naturaleza, distinta en alguna forma al vetusto ropaje que cobija sus carnes, este hombre que se siente llamado a pensar grandes empresas pero que se sabe destinado a acometer las pequeñas, que contraviene la ley sin razón a veces, otras impulsado por miedos que en ocasiones ni siquiera reconoce, otras impulsado por las mismas condiciones de injusticia que el ha erigido pero que se siente incapaz de modificar.
Este hombre que día tras día asoma su cara al sol, que golpea y se queja de todo aquello que no le permiten hacer, que demanda la justicia sin mirar detrás de la máscara de su rostro donde encontraría que toda su obra es fatua y vana, que en realidad se enfrenta a si mismo en una ardua batalla que no sabe de qué modo luchar. Este hombre que alucina sueños de gloria para si mismo que ansía la estimación de muchos pero que con frecuencia olvida sus orígenes y sus palabras sus vacíos y limitaciones.
El hombre que amasa el oro para retar a todos y a cada uno de sus congéneres pero que no puede vencer su propia muerte, que se jacta de dominar las alturas con sus aparatos pero que cae en el estrépito de los vicios. El que asesina para mantener la autoridad e imponer su voluntad a sus congéneres como gobernante, que roba y mata para derrocar a los tiranos, que una vez en el poder son hombres como aquellos a quienes defenestraron constituyendo gobiernos con las mismas fallas y las mismas limitaciones.
Hombres que abren caminos para allanar el horizonte, en busca de otros hombres que piensen como él, para constituir grupos aislados de distintas filiaciones. Hombres que piden tierras y patrias para hijos que son sueños, que lo niegan todo para construir modelos que satisfagan los requerimientos de sus egos de sus esperanzas, gentes con bocas que mienten las razones para anochecer el entendimiento y ser venerados como lumbreras de multitudes cuando tragan toda luz que nace para que no se vean sus obras.
A estos hombres faltos del propio conocimiento y de verdades que iluminen sus espíritus les habla Dios, no se trata de un discurso frío o anacrónico, sino de una verdad de puertas abiertas a todos, una realidad que está más allá de nuestras disquisiciones y consideraciones, de algo que es, independientemente de cualesquiera sean nuestras filosofías de hombres imperfectos. Dios es el camino que marca el equilibrio para el hombre, sólo a su través podremos alguna vez recobrar esa parte de nuestra esencia que ya no tenemos pero que continuamente soñamos, anhelamos y recordamos.